martes, 13 de marzo de 2018

¡Nosotras estamos con vosotros!



"Yo nací en los Estados Unidos, en el Estado de Georgia, en junio de 1911. Mi padre murió en agosto del mismo año. Mi madre se quedó sola con cuatro hijos en los brazos, tres chicos y una niña pequeña. Esa niña pequeña que era yo le causaba grandes preocupaciones. Durante todo el tiempo que vivimos en el Sur no supe nada de las dificultades de la vida. Sin embargo, había una cosa que me preocupaba mucho. Había oído a mi madre asegurar a una amiga que, antes de su muerte, mi padre le había dicho: “Ninguno de mis hijos debe ser criado más abajo de Mason-Dixie”. Yo preguntaba a menudo a mi madre qué quería decir mi padre con eso, pero ella sólo me respondía: “lo sabrás bien pronto”.

Mi madre se casó de nuevo y me dejó en casa de una amiga en Akron, Ohio. Vivir allí se convirtió en todo un problema para mí. Cuando me llevaban al teatro debía sentarme en una zona reservada. Yo no comprendía por qué. Después del espectáculo yo no podía ir a comer a un restaurante, como lo hacía el resto de la gente. En el trolebús los blancos no querían sentarse a mi lado.

Cuando mi madre adoptiva me mandaba a comprar el pan, lo tenía que comprar al mismo precio que los blancos pero siempre me atendían la última y envolvían mi pan en un papel malo, todo arrugado. En mi mente infantil yo odiaba a los blancos. Ellos son todos así, pensaba yo. Sentía que me odiaban y que me consideraban sucia y estúpida. Sabían bien que yo no podía defenderme, aunque hubiera querido.

Cuando iba al colegio los niños blancos me llamaban “Nigger” y se negaban a sentarse a mi lado. Un día, regresé a casa y dije que no volvería jamás al colegio, ya que los niños no querían jugar conmigo. Mi madre adoptiva me dijo que yo debía volver y aprender mucho, de ese modo podría educarme a mí misma y nadie podría quitarme lo ya aprendido. Volví, por tanto, al colegio, reprimiendo mis lágrimas por no poder jugar con los otros niños.

Más tarde, cuando estaba en el Instituto, aprendí a jugar muy bien al tenis y al baloncesto, no en el propio Instituto, sino en el centro deportivo organizado por la comunidad negra. Me consideraban una buena deportista y el Instituto me invitó a formar parte del equipo de baloncesto. Pero al mismo tiempo, me hicieron saber que mi presencia en las reuniones del club era superflua, aunque de todas formas debía pagar la cuota mensual. Todo eso y muchas otras cosas eran razón suficiente para odiar a los blancos. Sin embargo, en los años siguientes, los libros y la vida me hicieron conocer a hombres blancos realmente buenos: ¡los camaradas!

Cuando pienso en América, el país de las riquezas fabulosas, el país que pasa por ser el más civilizado, delante de mis ojos se forma siempre la imagen de un país dividido por los ricos en tres partes: los ricos, los trabajadores y los negros, los parias de la sociedad.

¿Por qué los ricos han diseñado esta división? No sé si la respuesta que he encontrado es exacta, pero pienso que los trabajadores son los que llevan una lucha amarga por subsistir: los obreros, los granjeros, los pequeños comerciantes, los artesanos; y los negros también entran en esta categoría. Los ricos lo saben bien y temen que todos esos explotados se unan para enfrentarse a ellos. Saben bien que estamos cansados de la opresión, del odio y del terror. Pero mientras los oprimidos sigan desunidos, mientras se peleen entre ellos, no pensarán en atacar al enemigo común. ¿Cómo se las apañan los ricos para dividir a los trabajadores? Convencen a los blancos de que los negros son peligrosos, que les quitan el trabajo contentándose con sueldos más bajos; dicen que los negros son estúpidos, depravados, tarados. ¡En América, muchos les creen y contribuyen a oprimirnos! Pero los oprimidos comienzan al fin a comprender quiénes son sus verdaderos enemigos. Hoy día los blancos oprimidos no ven a los negros con los mismos ojos que antes, ven que el negro no es un ser malvado. Ven en él un compañero, un camarada, un ser humano perseguido que, durante mucho tiempo, no pudo confiar en ningún blanco.

Yo llegué a España en abril de 1937. Quería luchar contra los fascistas. Lo que veo en España no son negros oprimidos, sino blancos, obreros y campesinos que trabajaban para aquellos que ahora les hacen la guerra, una guerra exterminadora. Cuando comparo España con mi patria veo aquí lo mismo que allí. De un lado, los trabajadores de la España republicana y del otro, los fascistas.

He resuelto en España el problema de mi vida. Ahora sé que los negros no son los únicos oprimidos sino que lo son principalmente para suscitar el odio racial entre los trabajadores. Hoy ya no odio a los blancos, pero más que nunca odio el fascismo y el chovinismo de los blancos que, cuando era pequeña, me parecían tan incomprensibles.

¡Salud, Camaradas!"

(*) Testimonio de Salaria Kee O´Reilly, una de las mejores enfermeras del hospital americano de Villa Paz donde trabajó como voluntaria durante la Guerra Civil española, recogido en el libro "¡NOSOTRAS ESTAMOS CON VOSOTROS!" (disponible en PDF aquí) como homenaje a las mujeres brigadistas, pero también españolas, antifascistas todas, que trabajaron en el frente y los hospitales para salvar la vida y curar a militares y civiles víctimas de la terrible agresión fascista.

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